Page 38 - Aquelarre
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uno que maceraba mi felicidad todos los días y que amenazaba con
despojarnos de nuestro sueño de tener una feliz vida en pareja.
Luis era casado.
Así lo conocí y siempre había respetado el sigilo con que
trataba los temas referentes a su esposa. Sin embargo, sentía que
mi paciencia ya estaba llegando al límite. Si bien es cierto yo era su
amante, no entendía por qué después de diez años, Luis no decidía
de una vez por todas realizar los trámites de divorcio para ser
plenamente feliz a mi lado.
Así que una tarde, decidida a no permitir más retrasos a mi
plena felicidad, retomé el tantas veces insinuado tema. Con
valentía le recordé a Luis los diez años de vivir esa situación y exigí
enérgicamente los trámites del divorcio, para así poder vivir -al fin-
nuestro amor a plena luz, sin nada que esconder.
Luis meditó sus palabras como buscando aquellas que me
pudieran causar el menor daño posible. Sin encontrarlas, dijo:
—No puedo dejarla ir. Nadie me cuida como lo hace ella;
silenciosa y abnegada, cumple con su papel, nunca me reclama
nada, a pesar de que estoy seguro de que lo sabe todo”.
Continuó:
—Todas las noches, cuando llego de visitarte, me recibe, y sin
emitir palabra, cumple con sus deberes de esposa, sin yo pedirlo.
Ya sabe lo que necesito y cuándo lo necesito. Más que una esposa,
es como una enfermera que cuida a un enfermo. Jamás se aparta
de mi lado. Y yo, por alguna razón, no le puedo siquiera dirigir la
palabra. No sabes lo que desearía pedirle que se fuera de mi lado,
pero no puedo hacerlo… esperaré a que sea ella quien tome la
decisión. Por lo pronto, lo único que puedo hacer es seguirte
visitando como hasta ahora, solamente de día. Al caer el sol,
después de la cena especial que mi esposa y yo tenemos cada
noche, ella necesita de mí. Por favor, no te canses, no me
abandones, porque mi mayor deseo es que algún día ella me deje y
tú puedas ocupar su lugar.
Esas palabras fueron como un sablazo a mis años dedicados a
Luis. Me sentí burlada y con una creciente rabia que me invadía
poco a poco. Esa tarde, Luis se despidió más frío que nunca, pero
despojarnos de nuestro sueño de tener una feliz vida en pareja.
Luis era casado.
Así lo conocí y siempre había respetado el sigilo con que
trataba los temas referentes a su esposa. Sin embargo, sentía que
mi paciencia ya estaba llegando al límite. Si bien es cierto yo era su
amante, no entendía por qué después de diez años, Luis no decidía
de una vez por todas realizar los trámites de divorcio para ser
plenamente feliz a mi lado.
Así que una tarde, decidida a no permitir más retrasos a mi
plena felicidad, retomé el tantas veces insinuado tema. Con
valentía le recordé a Luis los diez años de vivir esa situación y exigí
enérgicamente los trámites del divorcio, para así poder vivir -al fin-
nuestro amor a plena luz, sin nada que esconder.
Luis meditó sus palabras como buscando aquellas que me
pudieran causar el menor daño posible. Sin encontrarlas, dijo:
—No puedo dejarla ir. Nadie me cuida como lo hace ella;
silenciosa y abnegada, cumple con su papel, nunca me reclama
nada, a pesar de que estoy seguro de que lo sabe todo”.
Continuó:
—Todas las noches, cuando llego de visitarte, me recibe, y sin
emitir palabra, cumple con sus deberes de esposa, sin yo pedirlo.
Ya sabe lo que necesito y cuándo lo necesito. Más que una esposa,
es como una enfermera que cuida a un enfermo. Jamás se aparta
de mi lado. Y yo, por alguna razón, no le puedo siquiera dirigir la
palabra. No sabes lo que desearía pedirle que se fuera de mi lado,
pero no puedo hacerlo… esperaré a que sea ella quien tome la
decisión. Por lo pronto, lo único que puedo hacer es seguirte
visitando como hasta ahora, solamente de día. Al caer el sol,
después de la cena especial que mi esposa y yo tenemos cada
noche, ella necesita de mí. Por favor, no te canses, no me
abandones, porque mi mayor deseo es que algún día ella me deje y
tú puedas ocupar su lugar.
Esas palabras fueron como un sablazo a mis años dedicados a
Luis. Me sentí burlada y con una creciente rabia que me invadía
poco a poco. Esa tarde, Luis se despidió más frío que nunca, pero