Page 36 - Aquelarre
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abrigos tocaban la piel, una extraña sensación de delicia erizaba

todo el cuerpo, y el cuero cabelludo parecía desprenderse y volver

a caer suavemente sobre la cabeza. Y el olor… era extraño porque
no era del todo agradable, pero una vez que olías la prenda, no la

podías dejar ir: querías tenerla cerca siempre; era un olor más allá
del entendimiento, como una mezcla perfecta de muchos aromas,

como a flores, hierbas y esas mezclas químicas de laboratorio que
a todos, aunque no lo admitamos, nos gusta al menos un poquito.

Estoy segura de que si alguien alguna vez llegó a comerse esos hilos

de plata, le deben haber sabido a gloria. Y por último, el oído… era
extraño, pero si ponías mucha atención, la tela parecía emitir

ruidos casi imperceptibles como de voces que arrullaban… y eso
era lo más fantástico. Los abrigos tejidos por ella eran lo mejor que

había para arrullar a los niños: desde los recién nacidos hasta los
más grandes, caían profundamente dormidos cuando les ponían la

prenda.
Ya estaba anciana, pero los pedidos no dejaban de llegar, y ella

seguía tejiendo. Según decía, para eso había nacido. Todos
temíamos que un día nos dejara y ya no tejiera más. Y sucedió… un

día la muerte llegó, y ya no pudo seguir tejiendo… exactamente el

mismo día en que los muertos de mi barrio dejaron de perder su
cabellera.
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