Page 9 - Telaranas
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valió la pena tanto golpe y caída. Entonces me alejé un
poco de la casa paterna, conocí nuevas calles y
rincones del barrio, y en uno de ellos siempre estaba
una niña pelirroja de la misma edad que yo, unos once
años, que cada vez que me veía comenzaba a gritarme
“¡ma-ri-qui-ta!”, una y otra vez, toda sonriente. Nunca
antes nos habíamos visto. Al principio me asusté por
su actitud peleonera, después me enojé. No creía
merecer su agravio, a pesar de que su contenido me
resultaba algo incierto por entonces. Pregunté en mi
casa sobre el término y confirmé que yo no era eso. No
hubo forma de hablar con la linda pelirroja de vestido
de olanes, tan escurridiza como Alicia en el País de las
Maravillas, igual de obsesiva. Terminé por nunca
acercarme a sus dominios. Temí encontrarla en una
parada de autobús, en una tienda, en la carnicería;
pero nunca sucedió, no la volví a ver más.
“¡Ma-ri-qui-ta, ma-ri-qui-ta”, gritaba sin cesar.
Años después conocí a otra persona de pelo rojo.
Por entonces estaba en la secundaria. Llegó un nuevo
compañero, un extranjero, un italiano; Vincenzo se
llamaba, según nos dijeron; blanco rosáceo, pecoso, de
pelo colorado. Era simpático pero no nos hicimos
amigos. Los dos jugábamos baloncesto y coincidíamos
en las duchas del gimnasio. Nunca había visto vello
púbico rojo. No podía dejar de observarlo. En una
ocasión Vincenzo malinterpretó mis intenciones, pues
no era su pene lo que me atraía sino su pubis. Quiso
entonces tener sexo conmigo, que lo masturbara
mientras él hacía lo mismo conmigo. Tras pensarlo un
momento, ante la atractiva posibilidad de acariciar su
pubis escarlata, terminé negándome, por lo que
Vincenzo comenzó a gritar una y otra vez “¡maricón,
maricón!”; muchos compañeros se acercaron y, ante
poco de la casa paterna, conocí nuevas calles y
rincones del barrio, y en uno de ellos siempre estaba
una niña pelirroja de la misma edad que yo, unos once
años, que cada vez que me veía comenzaba a gritarme
“¡ma-ri-qui-ta!”, una y otra vez, toda sonriente. Nunca
antes nos habíamos visto. Al principio me asusté por
su actitud peleonera, después me enojé. No creía
merecer su agravio, a pesar de que su contenido me
resultaba algo incierto por entonces. Pregunté en mi
casa sobre el término y confirmé que yo no era eso. No
hubo forma de hablar con la linda pelirroja de vestido
de olanes, tan escurridiza como Alicia en el País de las
Maravillas, igual de obsesiva. Terminé por nunca
acercarme a sus dominios. Temí encontrarla en una
parada de autobús, en una tienda, en la carnicería;
pero nunca sucedió, no la volví a ver más.
“¡Ma-ri-qui-ta, ma-ri-qui-ta”, gritaba sin cesar.
Años después conocí a otra persona de pelo rojo.
Por entonces estaba en la secundaria. Llegó un nuevo
compañero, un extranjero, un italiano; Vincenzo se
llamaba, según nos dijeron; blanco rosáceo, pecoso, de
pelo colorado. Era simpático pero no nos hicimos
amigos. Los dos jugábamos baloncesto y coincidíamos
en las duchas del gimnasio. Nunca había visto vello
púbico rojo. No podía dejar de observarlo. En una
ocasión Vincenzo malinterpretó mis intenciones, pues
no era su pene lo que me atraía sino su pubis. Quiso
entonces tener sexo conmigo, que lo masturbara
mientras él hacía lo mismo conmigo. Tras pensarlo un
momento, ante la atractiva posibilidad de acariciar su
pubis escarlata, terminé negándome, por lo que
Vincenzo comenzó a gritar una y otra vez “¡maricón,
maricón!”; muchos compañeros se acercaron y, ante