Page 11 - Telaranas
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guiño de un autómata. Entonces temblé y me fui del
bautizo.
Pasaron los años. Viví una temporada en Madrid
y otra en Buenos Aires, y después me reinstalé en mi
antiguo apartamento, pues había terminado
comprándolo. Cuando no estaba en México, lo
rentaba. Perdí de vista a Mariana por algunos años
pero, hará tres meses, la volví a encontrar en nuestro
parque de siempre. Yo regresaba de una de las
librerías cerca del zócalo de Coyoacán; cruzaba la
Conchita cuando la vi, sentada en su banca,
acompañada ya no de dos perritos, sino de una niña
de casi diez años; sí, la que había visto tiempo atrás,
en su bautizo, la del ojillo ausente. Pero eso había
cambiado; ahora había crecido y su mirada estaba
llena, el mundo la había invadido y la niña pelirroja
me miró altiva y desafiante. Otra vez temblé, pero
seguí caminando y saludé a su madre.
Recordé a mi vecina de infancia, la que me
insultaba, la que yo temía encontrar en el autobús o en
el cine. Se parecían tanto… Evité cuanto pude a
Mariana para no coincidir con Muriel, que así se
llamaba la niña. Por entonces mi amiga estaba
divorciada y escribía cuentos fantásticos, algunos de
los cuales me dio a leer. Eran bastante buenos.
Cuando tuve que comentárselos, no quise ir a su casa,
sino que la cité en un café cercano. Cuál no sería mi
sorpresa cuando la vi acercarse acompañada de
Muriel, que no había querido quedarse sola; había
insistido en venir con ella, y la débil de Mariana había
aceptado la imposición infantil.
Durante la conversación entre su mamá y yo, la
niña interrumpió una y otra vez, haciendo preguntas
que no venían al caso, usando su ruidoso celular, que
bautizo.
Pasaron los años. Viví una temporada en Madrid
y otra en Buenos Aires, y después me reinstalé en mi
antiguo apartamento, pues había terminado
comprándolo. Cuando no estaba en México, lo
rentaba. Perdí de vista a Mariana por algunos años
pero, hará tres meses, la volví a encontrar en nuestro
parque de siempre. Yo regresaba de una de las
librerías cerca del zócalo de Coyoacán; cruzaba la
Conchita cuando la vi, sentada en su banca,
acompañada ya no de dos perritos, sino de una niña
de casi diez años; sí, la que había visto tiempo atrás,
en su bautizo, la del ojillo ausente. Pero eso había
cambiado; ahora había crecido y su mirada estaba
llena, el mundo la había invadido y la niña pelirroja
me miró altiva y desafiante. Otra vez temblé, pero
seguí caminando y saludé a su madre.
Recordé a mi vecina de infancia, la que me
insultaba, la que yo temía encontrar en el autobús o en
el cine. Se parecían tanto… Evité cuanto pude a
Mariana para no coincidir con Muriel, que así se
llamaba la niña. Por entonces mi amiga estaba
divorciada y escribía cuentos fantásticos, algunos de
los cuales me dio a leer. Eran bastante buenos.
Cuando tuve que comentárselos, no quise ir a su casa,
sino que la cité en un café cercano. Cuál no sería mi
sorpresa cuando la vi acercarse acompañada de
Muriel, que no había querido quedarse sola; había
insistido en venir con ella, y la débil de Mariana había
aceptado la imposición infantil.
Durante la conversación entre su mamá y yo, la
niña interrumpió una y otra vez, haciendo preguntas
que no venían al caso, usando su ruidoso celular, que