Page 13 - Telaranas
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Para calmarme, me acerqué a mi pecera, respiré
profundo, seguí los movimientos ondulantes de los
peces, sus aletas vaporosas movidas cual lánguidos
abanicos, las burbujas que ascendían desde la arena y
desde el cofre del pirata hasta la superficie, donde
arrojo un poco de alimento que muy pronto se hunde
para ser consumido por ellos en pleno trayecto. Estoy
confundido, pero también enojado. De nuevo me
castigan los pelirrojos. Otra vez me dañan. Algo habrá
que hacer.
Recuerdo entonces lo que había guardado.
La primera vez que vi a Mariana y a Muriel juntas
en el parque, la madre estaba recortando un poco la
cabellera de su hija. Cuando me acerqué, vi algunos
mechones rojos en el suelo, junto a la banca. De
manera discreta recogí uno de ellos. Fingí que se me
había caído el libro que llevaba y, al recogerlo, anexé
un mechón, que escondí rápidamente entre las
páginas. Nadie se dio cuenta. ¿Por qué lo hice? No lo
sé bien a bien. La niña me intimidaba, me hacía
recordar a mi temida vecina de infancia. Sentí miedo
y creí que ella podía dañarme. Todo fue rápido, no
pensado, ni siquiera lo tenía claro, como ahora; más
bien actuaba instintivamente. Cuando estaba solo, a
veces me acercaba con sigilo y acariciaba el pequeño
mechón y concentraba en él todos los males del
mundo.
Lo había amarrado con un hilo negro para que no
se dispersara. Estaba guardado en una cajita de cristal
de Guanajuato, comprada cuando fui a visitar a las
momias. Lo tomé entre el índice y el pulgar de mi
mano izquierda y lo acaricié con mi mano derecha,
suave y rencorosamente. Recordé aquella ocasión del
bautizo, cuando pasé mi mano por el cabello de la niña
profundo, seguí los movimientos ondulantes de los
peces, sus aletas vaporosas movidas cual lánguidos
abanicos, las burbujas que ascendían desde la arena y
desde el cofre del pirata hasta la superficie, donde
arrojo un poco de alimento que muy pronto se hunde
para ser consumido por ellos en pleno trayecto. Estoy
confundido, pero también enojado. De nuevo me
castigan los pelirrojos. Otra vez me dañan. Algo habrá
que hacer.
Recuerdo entonces lo que había guardado.
La primera vez que vi a Mariana y a Muriel juntas
en el parque, la madre estaba recortando un poco la
cabellera de su hija. Cuando me acerqué, vi algunos
mechones rojos en el suelo, junto a la banca. De
manera discreta recogí uno de ellos. Fingí que se me
había caído el libro que llevaba y, al recogerlo, anexé
un mechón, que escondí rápidamente entre las
páginas. Nadie se dio cuenta. ¿Por qué lo hice? No lo
sé bien a bien. La niña me intimidaba, me hacía
recordar a mi temida vecina de infancia. Sentí miedo
y creí que ella podía dañarme. Todo fue rápido, no
pensado, ni siquiera lo tenía claro, como ahora; más
bien actuaba instintivamente. Cuando estaba solo, a
veces me acercaba con sigilo y acariciaba el pequeño
mechón y concentraba en él todos los males del
mundo.
Lo había amarrado con un hilo negro para que no
se dispersara. Estaba guardado en una cajita de cristal
de Guanajuato, comprada cuando fui a visitar a las
momias. Lo tomé entre el índice y el pulgar de mi
mano izquierda y lo acaricié con mi mano derecha,
suave y rencorosamente. Recordé aquella ocasión del
bautizo, cuando pasé mi mano por el cabello de la niña