Page 12 - Telaranas
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recibía las llamadas de sus amiguitas. Mariana era una
de las pocas personas con las que podía hablar de
libros y lecturas, sin alarde, sin ostentación, apenas
compartiendo el gusto de lo leído. Al menos hasta
entonces lo había sido; pero Muriel se encargó de
obstaculizar cualquier acercamiento entre Mariana y
yo.
Dos veces encontré a Muriel jugando en la
Conchita, sin su madre. Le gustaba juntar piedras
pequeñas y aventárselas a perros callejeros, pájaros y
ardillas, de ésas negras y escuálidas que ahora viven
en varios parques del sur de la ciudad, pues también
las he visto en los Viveros, en C.U. y en Ciudad Jardín.
La gente llevaba cacahuates a las ardillas de los
parques; Muriel les arrojaba piedras.
Me acerqué a saludarla, por cortesía, y la niña me
ignoró. No quiso contestar ni a mi saludo ni a mis
preguntas. Me miró de mal modo, con enojo, y se
alejó. La segunda vez que la vi lastimando a los
animales (esta vez había atrapado una mariposa y le
arrancaba sus alas), la reprendí y la amenacé con
hablarle a su madre sobre su mala conducta. Muriel se
alejó llorando.
En la noche me llamó Mariana. Estaba enojada y
gritaba mucho. Me amenazó con acusarme
judicialmente si volvía a manosear a su hija. Llorosa,
la niña había llegado a la casa y le contó de las caricias
impropias que yo le había dado, según ella, sobre su
cabello y sus “pompis”, como se refirió a sus nalguitas.
De nada me valió defenderme, negar su acusación,
revelar su maltrato a pájaros, mariposas y ardillas,
pues Mariana no me creyó. Cuando terminé de hablar
con mi ahora examiga, sudaba y me temblaban las
manos.
de las pocas personas con las que podía hablar de
libros y lecturas, sin alarde, sin ostentación, apenas
compartiendo el gusto de lo leído. Al menos hasta
entonces lo había sido; pero Muriel se encargó de
obstaculizar cualquier acercamiento entre Mariana y
yo.
Dos veces encontré a Muriel jugando en la
Conchita, sin su madre. Le gustaba juntar piedras
pequeñas y aventárselas a perros callejeros, pájaros y
ardillas, de ésas negras y escuálidas que ahora viven
en varios parques del sur de la ciudad, pues también
las he visto en los Viveros, en C.U. y en Ciudad Jardín.
La gente llevaba cacahuates a las ardillas de los
parques; Muriel les arrojaba piedras.
Me acerqué a saludarla, por cortesía, y la niña me
ignoró. No quiso contestar ni a mi saludo ni a mis
preguntas. Me miró de mal modo, con enojo, y se
alejó. La segunda vez que la vi lastimando a los
animales (esta vez había atrapado una mariposa y le
arrancaba sus alas), la reprendí y la amenacé con
hablarle a su madre sobre su mala conducta. Muriel se
alejó llorando.
En la noche me llamó Mariana. Estaba enojada y
gritaba mucho. Me amenazó con acusarme
judicialmente si volvía a manosear a su hija. Llorosa,
la niña había llegado a la casa y le contó de las caricias
impropias que yo le había dado, según ella, sobre su
cabello y sus “pompis”, como se refirió a sus nalguitas.
De nada me valió defenderme, negar su acusación,
revelar su maltrato a pájaros, mariposas y ardillas,
pues Mariana no me creyó. Cuando terminé de hablar
con mi ahora examiga, sudaba y me temblaban las
manos.