Page 32 - Puntas de Iceberg
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llamó varias veces y le pidió que la ayudara, pero el chiquillo no se
movió.
—Chiquillo malcriado —musitó mi abuela, sin apartar su mirada
del chagüite, justo antes de meterle un sabroso mordisco al pan y
sorber su café.
La muchacha se cansó de pedir ayuda y se metió a la casa a buscar
a su mamá. El niño pareció asustarse y comenzó a pensar en la forma
como subir al almendro y bajar la ardilla.
Mientras el hermano de la vecina trataba de subir al árbol, yo
comenté que era peligroso que un niño tan pequeño se subiera hasta
la copa; se podía caer.
—O toparse con la Tulivieja...
La voz de mi abuela, serena, entrada en años, despertó mi
ignorancia:
— ¿La qué?
— ¡¿Un muchacho con escuela y colegio y no sabe quién es la
Tulivieja!? ¡Qué barbaridá! Me dijo, mirándome, con sus antes
distraídos ojos, ahora, un tanto extrañada.
Con una sonrisa de vergüenza asentí.
—Bueno... –dijo ella...
***
Allá en los tiempos de antes, cerca del cerro, vivía una muchacha que
se llamaba María’el Rosario. Tenía un pelo largo largo que le llegaba
por las pantorrillas. Le gustaba andar jugando con un tule viejo sin
hacer nada, y para piores era muy respondona. Para que aprienda,
los tules eran sombreros que usaban las campesinas de antes; se
ponían negriticos de pura mancha e plátano.
Pues bien, la pobre mamá de esta muchacha ya no sabía ni qué
hacer, siempre que la llamaba, ¡María del Rosario!, la condenada le
respondía: “¡VOYYYY!”, pero no iba. La mamá la volvía a llamar y
la volvía a llamar, pero ella solo “voy” sabía decir… ¡Y nunca iba! Los
movió.
—Chiquillo malcriado —musitó mi abuela, sin apartar su mirada
del chagüite, justo antes de meterle un sabroso mordisco al pan y
sorber su café.
La muchacha se cansó de pedir ayuda y se metió a la casa a buscar
a su mamá. El niño pareció asustarse y comenzó a pensar en la forma
como subir al almendro y bajar la ardilla.
Mientras el hermano de la vecina trataba de subir al árbol, yo
comenté que era peligroso que un niño tan pequeño se subiera hasta
la copa; se podía caer.
—O toparse con la Tulivieja...
La voz de mi abuela, serena, entrada en años, despertó mi
ignorancia:
— ¿La qué?
— ¡¿Un muchacho con escuela y colegio y no sabe quién es la
Tulivieja!? ¡Qué barbaridá! Me dijo, mirándome, con sus antes
distraídos ojos, ahora, un tanto extrañada.
Con una sonrisa de vergüenza asentí.
—Bueno... –dijo ella...
***
Allá en los tiempos de antes, cerca del cerro, vivía una muchacha que
se llamaba María’el Rosario. Tenía un pelo largo largo que le llegaba
por las pantorrillas. Le gustaba andar jugando con un tule viejo sin
hacer nada, y para piores era muy respondona. Para que aprienda,
los tules eran sombreros que usaban las campesinas de antes; se
ponían negriticos de pura mancha e plátano.
Pues bien, la pobre mamá de esta muchacha ya no sabía ni qué
hacer, siempre que la llamaba, ¡María del Rosario!, la condenada le
respondía: “¡VOYYYY!”, pero no iba. La mamá la volvía a llamar y
la volvía a llamar, pero ella solo “voy” sabía decir… ¡Y nunca iba! Los