Page 107 - Telaranas
P. 107
El anciano, preso, quedó sin aliento; sus ojos se
abrieron de terror hasta casi desorbitarse, su boca se
retorció en un grito ahogado mientras su carne se
secaba sobre sus huesos, y su cuerpo se desfiguró de
manera que, cuando el ser lo soltó, parecía una estopa
en el suelo.
El demonio dirigió la mirada hacia nosotros,
hacia el joven en particular, porque a mí creo que no
me determinó, y luego tomó otro rumbo,
desapareciendo en un instante. Se oyó un crujido a
nuestras espaldas, y poco después el techo de la casa
en la que nos protegíamos cayó hacia adentro,
sacándonos de nuestro estupor.
Sin decir nada, corrimos hacia la entrada del
pueblo lo más rápido que pudimos. Me detuve un
instante para contemplar que las casas habían
desaparecido entre los crecientes pastizales, los
árboles se apoderaban rápidamente de lo que fue un
hermoso pueblo de montaña al estilo europeo, la
fuente se había convertido en un montículo de tierra
en el que crecieron flores, y solo quedaba en pie la casa
del joven y un farol de canfín en la entrada.
Al ver que me detuve, el muchacho me gritó
alarmado:
—¡Corre! ¡Groaza! ¡Corre ya!
Y de verdad que corrimos fuera del pueblo, a toda
prisa, por un camino que no pude distinguir entre la
oscuridad de la noche. Corrimos por más de veinte
minutos entre piedras, árboles y recodos, hasta llegar
jadeando a la calle principal de lastre. Yo debía tomar
hacia la izquierda para regresar al centro de Coronado.
El joven se despidió de mí apenas con un gesto de la
mano y un nervioso adiós, tomó hacia la derecha y vi
que subió hasta perderse de vista.
abrieron de terror hasta casi desorbitarse, su boca se
retorció en un grito ahogado mientras su carne se
secaba sobre sus huesos, y su cuerpo se desfiguró de
manera que, cuando el ser lo soltó, parecía una estopa
en el suelo.
El demonio dirigió la mirada hacia nosotros,
hacia el joven en particular, porque a mí creo que no
me determinó, y luego tomó otro rumbo,
desapareciendo en un instante. Se oyó un crujido a
nuestras espaldas, y poco después el techo de la casa
en la que nos protegíamos cayó hacia adentro,
sacándonos de nuestro estupor.
Sin decir nada, corrimos hacia la entrada del
pueblo lo más rápido que pudimos. Me detuve un
instante para contemplar que las casas habían
desaparecido entre los crecientes pastizales, los
árboles se apoderaban rápidamente de lo que fue un
hermoso pueblo de montaña al estilo europeo, la
fuente se había convertido en un montículo de tierra
en el que crecieron flores, y solo quedaba en pie la casa
del joven y un farol de canfín en la entrada.
Al ver que me detuve, el muchacho me gritó
alarmado:
—¡Corre! ¡Groaza! ¡Corre ya!
Y de verdad que corrimos fuera del pueblo, a toda
prisa, por un camino que no pude distinguir entre la
oscuridad de la noche. Corrimos por más de veinte
minutos entre piedras, árboles y recodos, hasta llegar
jadeando a la calle principal de lastre. Yo debía tomar
hacia la izquierda para regresar al centro de Coronado.
El joven se despidió de mí apenas con un gesto de la
mano y un nervioso adiós, tomó hacia la derecha y vi
que subió hasta perderse de vista.