Page 26 - Telaranas
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La confesión
Guillermo Fernández
Zacarías apareció en el umbral de la puerta de la
relojería, cuando Bernardo examinaba un viejo reloj
de cuarzo suizo.
—¡Don Bernardo! —interrumpió la voz.
Bernardo levantó crispado la cabeza de su
escritorio y reconoció a Zacarías: las manos
renegridas, los ojos saltones, la sonrisa desdentada,
llevaba una camiseta curtiembre con una calcomanía
del papa Juan Pablo II. Le extendía un pájaro en una
jaula que habría juntado de algún basurero.
—Me asustaste, Zacarías —dijo Bernardo,
incorporándose de la silla. Le sobrevino un estertor,
tragó grueso y se volvió a sentar—. Vete, estoy muy
ocupado. No necesito ninguna mascota.
—Rosalía, que vive sola, me compró un gato —le
dijo Zacarías—. Ahora me lo agradece todos los días.
Guillermo Fernández
Zacarías apareció en el umbral de la puerta de la
relojería, cuando Bernardo examinaba un viejo reloj
de cuarzo suizo.
—¡Don Bernardo! —interrumpió la voz.
Bernardo levantó crispado la cabeza de su
escritorio y reconoció a Zacarías: las manos
renegridas, los ojos saltones, la sonrisa desdentada,
llevaba una camiseta curtiembre con una calcomanía
del papa Juan Pablo II. Le extendía un pájaro en una
jaula que habría juntado de algún basurero.
—Me asustaste, Zacarías —dijo Bernardo,
incorporándose de la silla. Le sobrevino un estertor,
tragó grueso y se volvió a sentar—. Vete, estoy muy
ocupado. No necesito ninguna mascota.
—Rosalía, que vive sola, me compró un gato —le
dijo Zacarías—. Ahora me lo agradece todos los días.