Page 28 - Telaranas
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la inundación no pudo volver a mirar de frente esa
tierra odiosa.
—Ayúdeme —le dijo Zacarías, haciendo menear la
jaula—. No es mucho lo que necesito. Esta vez no le
miento: tengo tres días sin echarle nada a las tripas.
—Mucho crack, Zacarías; mucho crack. Se te
olvida que estás vivo.
—Es un lindo pajarito —le dijo eludiendo la
observación—. Mírelo bien, don Bernardo, mírelo
bien.
Conociendo su pegajosa insistencia de antemano,
Bernardo se levantó de la silla y le extendió unos
cuantos pesos. No estaba para oír las explicaciones de
Zacarías, que podían ser absurdas y extensas si se le
daba el tiempo necesario.
—Toma —le dijo, con tono despectivo—. Y no
quiero verte más, Zacarías. Vete a molestar a los ricos.
Zacarías colocó la jaula sobre un periódico que
estaba en la vitrina —un periódico que hablaba con
letreros grandes sobre una explosión, quizás la última
o penúltima, ¡quién sabía!—; tomó los pesos y los miró
turbado.
—¡Mis bendiciones! —lanzó al irse—. No sabe lo
que ha hecho por este perro hambriento. No me verá
en quince días; no, en veinte días.
La promesa de Zacarías le zumbó a Bernardo en
los oídos mientras se le oía rastrillar los zapatos sobre
la calle. El viejo sintió el alivio de haberse quitado
temporalmente a un insecto insidioso; la lidia con esas
figuras de espanto era tarea diaria. Pero, ¿qué no
podía ser tolerado hoy día? ¿No había salido con el
pellejo intacto de la Segunda Guerra Mundial? ¿No
había logrado negociar con sus propios fantasmas y de
razonar con sus más crueles argumentos? No le
tierra odiosa.
—Ayúdeme —le dijo Zacarías, haciendo menear la
jaula—. No es mucho lo que necesito. Esta vez no le
miento: tengo tres días sin echarle nada a las tripas.
—Mucho crack, Zacarías; mucho crack. Se te
olvida que estás vivo.
—Es un lindo pajarito —le dijo eludiendo la
observación—. Mírelo bien, don Bernardo, mírelo
bien.
Conociendo su pegajosa insistencia de antemano,
Bernardo se levantó de la silla y le extendió unos
cuantos pesos. No estaba para oír las explicaciones de
Zacarías, que podían ser absurdas y extensas si se le
daba el tiempo necesario.
—Toma —le dijo, con tono despectivo—. Y no
quiero verte más, Zacarías. Vete a molestar a los ricos.
Zacarías colocó la jaula sobre un periódico que
estaba en la vitrina —un periódico que hablaba con
letreros grandes sobre una explosión, quizás la última
o penúltima, ¡quién sabía!—; tomó los pesos y los miró
turbado.
—¡Mis bendiciones! —lanzó al irse—. No sabe lo
que ha hecho por este perro hambriento. No me verá
en quince días; no, en veinte días.
La promesa de Zacarías le zumbó a Bernardo en
los oídos mientras se le oía rastrillar los zapatos sobre
la calle. El viejo sintió el alivio de haberse quitado
temporalmente a un insecto insidioso; la lidia con esas
figuras de espanto era tarea diaria. Pero, ¿qué no
podía ser tolerado hoy día? ¿No había salido con el
pellejo intacto de la Segunda Guerra Mundial? ¿No
había logrado negociar con sus propios fantasmas y de
razonar con sus más crueles argumentos? No le