Page 31 - Telaranas
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Bernardo cerró la puerta de la relojería y salió en
busca de una tienda para animales. Caminó hasta la
cuadra y se detuvo, mirando a todas las direcciones.
Soplaba el viento templado de Navidad. De la tienda
de abarrotes de Mateo, salían Rosalía y Gertrudis,
ambas mujeres maduras, conversadoras, animadas.
Habían comprado comestibles y gaseosas para la
telenovela de las seis. Al ver a Bernardo, que las
intrigaba de alguna manera, porque se negaba a la
simpatía normal de cualquier viejo de su edad y a ser
tan transparente como los viejos lo son cuando
encuentran audiencia, hicieron el gesto de saludarlo.
—¿Ha cerrado usted la relojería a esta hora? —le
dijo Rosalía, mirando su reloj de pulsera. Era una
mujer baja, de ojos verduzcos; hacía siempre el gesto
de tener frío.
—Busco una tienda de animales —repuso
Bernardo.
—De aquí a cinco cuadras hay una —dijo
Gertrudis, que era delgada, los ojos aguanosos y la
boca invisible—. Es atendida por el mismo veterinario.
Ha atendido dos partos de mi perrita Odisea y sabe dar
consejos útiles a las que somos compasivas con los
animales.
—Yo le llevo de vez en cuando a mi gato Celeste —
dijo Rosalía—, que es tan huraño. Me lo trajo Zacarías.
Todo maltrecho y malherido. Decidí quedarme con él;
es hacer una caridad, ese loco…
—Gracias —dijo Bernardo, con el ánimo de
terminar la conversación.
—¿Tiene usted una nueva mascota en su casa, don
Bernardo? —preguntó Gertrudis—. Es bueno contar
con alguien, aunque este alguien sea un animal. ¿No
busca de una tienda para animales. Caminó hasta la
cuadra y se detuvo, mirando a todas las direcciones.
Soplaba el viento templado de Navidad. De la tienda
de abarrotes de Mateo, salían Rosalía y Gertrudis,
ambas mujeres maduras, conversadoras, animadas.
Habían comprado comestibles y gaseosas para la
telenovela de las seis. Al ver a Bernardo, que las
intrigaba de alguna manera, porque se negaba a la
simpatía normal de cualquier viejo de su edad y a ser
tan transparente como los viejos lo son cuando
encuentran audiencia, hicieron el gesto de saludarlo.
—¿Ha cerrado usted la relojería a esta hora? —le
dijo Rosalía, mirando su reloj de pulsera. Era una
mujer baja, de ojos verduzcos; hacía siempre el gesto
de tener frío.
—Busco una tienda de animales —repuso
Bernardo.
—De aquí a cinco cuadras hay una —dijo
Gertrudis, que era delgada, los ojos aguanosos y la
boca invisible—. Es atendida por el mismo veterinario.
Ha atendido dos partos de mi perrita Odisea y sabe dar
consejos útiles a las que somos compasivas con los
animales.
—Yo le llevo de vez en cuando a mi gato Celeste —
dijo Rosalía—, que es tan huraño. Me lo trajo Zacarías.
Todo maltrecho y malherido. Decidí quedarme con él;
es hacer una caridad, ese loco…
—Gracias —dijo Bernardo, con el ánimo de
terminar la conversación.
—¿Tiene usted una nueva mascota en su casa, don
Bernardo? —preguntó Gertrudis—. Es bueno contar
con alguien, aunque este alguien sea un animal. ¿No