Page 36 - Telaranas
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A la media hora de vagar, se detuvo en una
esquina y compró El Espectador a una vieja que se
moría de frío en un abrigo inmenso. Divisó la iglesia
de San Roque y se fue a sentar en el banco de
hormigón que había en ese entonces en la entrada.
Había un grupo de palomas en el atrio que volaron
cuando lo sintieron llegar. Bernardo desplegó el
periódico y empezó a leer una entrevista a un
comandante de las FARC, que prometía recrudecer los
atentados si el gobierno no le devolvía quince
guerrilleros apresados en una reciente emboscada. Le
gustaban esos temas, parecían mantenerlo
convencido de que el mundo olvida al mundo con los
actos de hoy, y que la vida no le permite a nadie pensar
en la culpabilidad de los hombres por mucho tiempo,
porque las culpas siempre se renuevan, así como los
crímenes y los jueces.
Filosofaba al margen de las cosas que se
oscurecían lentamente en la ciudad, cuando oyó la voz
de una mujer que se había sentado al frente del otro
banco de hormigón. Habían regresado las palomas y
ella hablaba con ellas. El viejo no supo exactamente
qué les decía; pero le vio el rostro y supo que era joven.
Una joven bonita que llevaba un traje sastre de tono
grisáceo y negras medias de nailon. Tenía tiempo de
no mirar a ninguna mujer con interés. Se había vuelto
un viejo que había olvidado para siempre las tersuras
de la piel femenina. Por ejemplo, esos labios que se
abrían y se cerraban, esas manos discretas y
generosas. No era como esas chicas de la televisión
que podían ser demasiado díscolas y que les fijaban a
las demás muchachas el modo de reír y de caminar.
Bernardo enrolló su periódico y supuso que debía
esquina y compró El Espectador a una vieja que se
moría de frío en un abrigo inmenso. Divisó la iglesia
de San Roque y se fue a sentar en el banco de
hormigón que había en ese entonces en la entrada.
Había un grupo de palomas en el atrio que volaron
cuando lo sintieron llegar. Bernardo desplegó el
periódico y empezó a leer una entrevista a un
comandante de las FARC, que prometía recrudecer los
atentados si el gobierno no le devolvía quince
guerrilleros apresados en una reciente emboscada. Le
gustaban esos temas, parecían mantenerlo
convencido de que el mundo olvida al mundo con los
actos de hoy, y que la vida no le permite a nadie pensar
en la culpabilidad de los hombres por mucho tiempo,
porque las culpas siempre se renuevan, así como los
crímenes y los jueces.
Filosofaba al margen de las cosas que se
oscurecían lentamente en la ciudad, cuando oyó la voz
de una mujer que se había sentado al frente del otro
banco de hormigón. Habían regresado las palomas y
ella hablaba con ellas. El viejo no supo exactamente
qué les decía; pero le vio el rostro y supo que era joven.
Una joven bonita que llevaba un traje sastre de tono
grisáceo y negras medias de nailon. Tenía tiempo de
no mirar a ninguna mujer con interés. Se había vuelto
un viejo que había olvidado para siempre las tersuras
de la piel femenina. Por ejemplo, esos labios que se
abrían y se cerraban, esas manos discretas y
generosas. No era como esas chicas de la televisión
que podían ser demasiado díscolas y que les fijaban a
las demás muchachas el modo de reír y de caminar.
Bernardo enrolló su periódico y supuso que debía