Page 26 - Aquelarre
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Tendría yo unos ocho años... sí, eso creo, porque estaba en
tercer grado de la escuela. Era octubre y en El Valle -así se llama el
lugar- llovía como si el cielo llorara por las desgracias de todo el
mundo, pero en especial las mías y las de la gente de El Valle. Sí,
las desgracias de ese Valle eran muchas; entre ellas, la principal
quizá era la pobreza… una pobreza que salía de los huesos y se
mostraba en todo su esplendor en las costumbres y la forma de vida
de todos los que ahí sobrevivíamos.
Y una de esas costumbres -no por tradición, sino porque no
quedaba más remedio-, era ir a la escuela caminando por caminos
de barro.
Algunos tenían la suerte de que la escuela quedaba
relativamente cerca, a diez o quince minutos a pie. Pero para mi
amiga María de la Ánimas y yo, la suerte no era tanta. Debíamos
caminar más de cuarenta y cinco minutos y, en medio de todo el
trayecto, cruzar un río. La pobreza de la comunidad no había
permitido construir un puente, por lo que había que cruzarlo a pie,
o a caballo en el mejor de los casos. Muchas veces nos cogió la
noche, esperando a que el río bajara. Eso era lo más malo que nos
había pasado hasta el momento. Sobre todo cuando no era luna
llena, ya que si no fuera porque conocíamos el camino de memoria,
nos hubiera sido muy difícil llegar a la casa en medio de la
penumbra, y posiblemente habríamos ido a dar a alguna cueva de
los coyotes. Pero María de las Ánimas y yo siempre nos
acompañábamos y nunca nos había pasado nada.
Sin embargo, ese día, un miércoles de octubre, me tenía
reservada la peor experiencia de mi vida, una que me sigue hasta
el día de hoy.
María de las Ánimas salió temprano. No quiso esperarme
porque el cielo ya amenazaba con descargar sus lágrimas sobre
nuestro amado Valle y su madre le había dicho que si me esperaba
iba a ser castigada. Rapidito empezó a llover y no me quedó duda
de que apenas le habría dado tiempo de cruzar. Pensé en su dicha
y me lamenté de no haber sido yo la que salió temprano.
Ni modo. Cuando llegó mi hora, salí de la escuela en medio de
un aguacero que aporreaba cuanto se le pusiera en medio como si
algo se le debiera.
tercer grado de la escuela. Era octubre y en El Valle -así se llama el
lugar- llovía como si el cielo llorara por las desgracias de todo el
mundo, pero en especial las mías y las de la gente de El Valle. Sí,
las desgracias de ese Valle eran muchas; entre ellas, la principal
quizá era la pobreza… una pobreza que salía de los huesos y se
mostraba en todo su esplendor en las costumbres y la forma de vida
de todos los que ahí sobrevivíamos.
Y una de esas costumbres -no por tradición, sino porque no
quedaba más remedio-, era ir a la escuela caminando por caminos
de barro.
Algunos tenían la suerte de que la escuela quedaba
relativamente cerca, a diez o quince minutos a pie. Pero para mi
amiga María de la Ánimas y yo, la suerte no era tanta. Debíamos
caminar más de cuarenta y cinco minutos y, en medio de todo el
trayecto, cruzar un río. La pobreza de la comunidad no había
permitido construir un puente, por lo que había que cruzarlo a pie,
o a caballo en el mejor de los casos. Muchas veces nos cogió la
noche, esperando a que el río bajara. Eso era lo más malo que nos
había pasado hasta el momento. Sobre todo cuando no era luna
llena, ya que si no fuera porque conocíamos el camino de memoria,
nos hubiera sido muy difícil llegar a la casa en medio de la
penumbra, y posiblemente habríamos ido a dar a alguna cueva de
los coyotes. Pero María de las Ánimas y yo siempre nos
acompañábamos y nunca nos había pasado nada.
Sin embargo, ese día, un miércoles de octubre, me tenía
reservada la peor experiencia de mi vida, una que me sigue hasta
el día de hoy.
María de las Ánimas salió temprano. No quiso esperarme
porque el cielo ya amenazaba con descargar sus lágrimas sobre
nuestro amado Valle y su madre le había dicho que si me esperaba
iba a ser castigada. Rapidito empezó a llover y no me quedó duda
de que apenas le habría dado tiempo de cruzar. Pensé en su dicha
y me lamenté de no haber sido yo la que salió temprano.
Ni modo. Cuando llegó mi hora, salí de la escuela en medio de
un aguacero que aporreaba cuanto se le pusiera en medio como si
algo se le debiera.