Page 27 - Aquelarre
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Evidentemente el río ya estaba crecido. Entonces me senté en

una piedra a esperar que bajara la corriente. Estaba viendo el río

correr cuando a la par mía estaba de pie María de las Ánimas.
Estaba toda mojada; era así, colocha, como yo, y me acuerdo que

entre los colochos tenía arena y hojas. Le pregunté qué le había
pasado, pero no me contestó; nada más me dijo:

—¿Por qué no cruza?
—Me da miedo ahogarme —contesté.

Ella, muy tranquila, balbuceó:

—No se preocupe, no le va a pasar nada; yo ya crucé tres veces
y la corriente no está tan fuerte, la estaba esperando para ayudarle

por si le daba miedo.
Realmente quería pasar y llegar a mi casa rápido, pues ya entre

mi capa se estaba colando el agua. Por cierto, me pareció raro que
ella no tuviera puesta la suya. Le pedí que cruzara primero, para

luego, cuando estuviera al otro lado, animarme yo.
Y así lo hizo; cruzó muy fácilmente y desde el otro lado me

llamó para que me animara. En el momento en que yo iba a cruzar
escuché un grito que decía: ¡cuidado, está muy crecido! Volteé a

ver hacia atrás y vi a don Ernesto, un vecino, que venía en un

caballo. Cuando volví la mirada al otro lado del río, María de las
Ánimas ya no estaba. Me pareció muy extraño, pero el silencio se

apoderó de mi corazón y mi boca y no mencioné nada a mi vecino.
Don Ernesto me ayudó a cruzar en su caballo y me llevó hasta la

casa.
Cuando llegué, mi mamá estaba muy preocupada y dio gracias

a Dios por verme. Después me contó la tragedia. Todo el pueblo

estaba río abajo buscando a una niña de la escuela que había sido
arrastrada por una cabeza de agua.

Y sí. Hasta el día de hoy, aparecen a diario puñitos de arena y
hojas a mi alrededor que me recuerdan cuán enojada está María de

las Ánimas por aquel fatal miércoles de octubre en que no me
animé a pasar con ella… al otro lado.
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