Page 22 - Aquelarre
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inocentes criaturas que ya veían su futuro seguro gracias a una
tacaña ánima en pena que tuvo mala suerte en el último momento.
Pero no fueron las semillas, ni los jocotes los que asustaron a
Juan, Flor y a Liz; el peso de la pala y la poca costumbre del trabajo
manual les hizo desistir de su aventura:
—¡Qué aburrido! Tenía fuerza la viejilla, hizo este hueco
demasiado profundo, mejor nos vamos.
—Aquí lo único que sale es un barro muy rojizo, parece que
llovió sangre.
Y sin volver a mirar atrás, abandonaron su destino de fortuna
y perdición.
—Por dicha se fueron. Un metro más y esos bandidos se
hubieran pegado el susto de su vida —dijo Rulo, contento por no
haber presenciado el momento en que la mano huesuda de
Asdrúbal saliera de las profundidades de la tierra.
“La botija” del Chapulín Colorado
La leyenda de la “viejita de la carguita de leña” era conocida
por la familia Ulate desde hacía mucho tiempo. Tres generaciones
la conocen; una porque la vivieron, otra porque se la contaban y
porque deseaban verla, y la tercera porque vivía en la tierra de sus
sueños. Era parte de las conversaciones mientras se cogía café, se
desgranaba maíz y se sacaba achiote. Cada diciembre, en el
momento de más tedio en el cafetal, una recolectora bromista
soltaba un grito y las demás corrían para ver si era la “viejita de la
carguita de leña” que cogía de los pelos a una nueva víctima.
Es por eso que mientras la pobre e inocente viejita sufría el no
poder disfrutar del descanso eterno, unas inquietas niñas se
aprovechaban de esta leyenda para jugar con el más allá.
Evelyn y Silvia, dos niñas de diez años, sufrían de
aburrimiento extremo un día de vacaciones, por lo que en lugar de
jugar a policías y ladrones o al béisbol en el lote baldío, como
siempre lo hacían, decidieron hacer algo más entretenido y tétrico
a la vez.
Llamaron a Irene y Gretel y les dijeron que ya por fin se sabía
dónde había enterrado la botija la “viejita de la carguita de leña”;
tacaña ánima en pena que tuvo mala suerte en el último momento.
Pero no fueron las semillas, ni los jocotes los que asustaron a
Juan, Flor y a Liz; el peso de la pala y la poca costumbre del trabajo
manual les hizo desistir de su aventura:
—¡Qué aburrido! Tenía fuerza la viejilla, hizo este hueco
demasiado profundo, mejor nos vamos.
—Aquí lo único que sale es un barro muy rojizo, parece que
llovió sangre.
Y sin volver a mirar atrás, abandonaron su destino de fortuna
y perdición.
—Por dicha se fueron. Un metro más y esos bandidos se
hubieran pegado el susto de su vida —dijo Rulo, contento por no
haber presenciado el momento en que la mano huesuda de
Asdrúbal saliera de las profundidades de la tierra.
“La botija” del Chapulín Colorado
La leyenda de la “viejita de la carguita de leña” era conocida
por la familia Ulate desde hacía mucho tiempo. Tres generaciones
la conocen; una porque la vivieron, otra porque se la contaban y
porque deseaban verla, y la tercera porque vivía en la tierra de sus
sueños. Era parte de las conversaciones mientras se cogía café, se
desgranaba maíz y se sacaba achiote. Cada diciembre, en el
momento de más tedio en el cafetal, una recolectora bromista
soltaba un grito y las demás corrían para ver si era la “viejita de la
carguita de leña” que cogía de los pelos a una nueva víctima.
Es por eso que mientras la pobre e inocente viejita sufría el no
poder disfrutar del descanso eterno, unas inquietas niñas se
aprovechaban de esta leyenda para jugar con el más allá.
Evelyn y Silvia, dos niñas de diez años, sufrían de
aburrimiento extremo un día de vacaciones, por lo que en lugar de
jugar a policías y ladrones o al béisbol en el lote baldío, como
siempre lo hacían, decidieron hacer algo más entretenido y tétrico
a la vez.
Llamaron a Irene y Gretel y les dijeron que ya por fin se sabía
dónde había enterrado la botija la “viejita de la carguita de leña”;