Page 17 - Aquelarre
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detalle la llenaba de cachetadas, y para colmo de males, el
individuo era todo un macho celoso. Le impedía hasta salir a misa,
y la Hermelinda ni chistaba.
Los días de pasión se fueron convirtiendo en días de temor, de
furia y de dolor. Los dos sabían que eso no iba para ningún lado,
Hermelinda sentía que ya no iba a aguantar más. El demonio que
vive dentro de todos, un día se despertaría y la iba a hacer cometer
una locura.
La noche de la tragedia, él estaba como siempre sentado en
su muro, esperando a Hermelinda, vigilando la hora, porque cada
minuto de retraso aumentaba su furia.
Entre ver y ver el reloj se fue percatando de que detrás de él, en el
lote baldío que existía cerca de la casa, alguien estaba enterrando
un cofre, una guaca, una botija...
Era una viejecita, de pelo canoso y espalda torcida. “De seguro
alguna vieja tacaña del pueblo —pensó Asdrúbal—; está
enterrando lo suyo para no compartir.
—No escogió un buen día para enterrar sus tesoros,
encomiéndese a Dios, vieja agarrada —dijo con voz de odio.
La viejita de la carguita de leña
Doña Virginia era una mujer muy tacaña; cada cinco que
recogía en su venta de leña a domicilio se lo dejaba para ella sola,
y no era que lo gastaba en cintas de pelo, en espejos o en dulces,
no; los guardaba en un baúl lacrado con incrustaciones de rubí, un
rubí de fantasía, pero que le recordaba que cada moneda debía ser
guardada.
Ella creía firmemente en la vida después de la vida, sabía que allá
iba a necesitar dinero, y para eso estaba su “guaca”, para sus
necesidades en la otra vida, para eso ahorraba y ahorraba. Hasta
que un día, sólo ella entendió por qué, se le metió entre ceja y ceja
que le llegaba su hora, y sin detenerse a pensar si era un simple
retortijón o un llamado de ultratumba, decidió no arriesgarse y se
fue directo a enterrar su tesoro. Le dolía demasiado el estómago y
su cofre le pesaba tanto que no se detuvo a vigilar si alguien más la
observaba. Tenía que cumplir con su cometido antes de que le
individuo era todo un macho celoso. Le impedía hasta salir a misa,
y la Hermelinda ni chistaba.
Los días de pasión se fueron convirtiendo en días de temor, de
furia y de dolor. Los dos sabían que eso no iba para ningún lado,
Hermelinda sentía que ya no iba a aguantar más. El demonio que
vive dentro de todos, un día se despertaría y la iba a hacer cometer
una locura.
La noche de la tragedia, él estaba como siempre sentado en
su muro, esperando a Hermelinda, vigilando la hora, porque cada
minuto de retraso aumentaba su furia.
Entre ver y ver el reloj se fue percatando de que detrás de él, en el
lote baldío que existía cerca de la casa, alguien estaba enterrando
un cofre, una guaca, una botija...
Era una viejecita, de pelo canoso y espalda torcida. “De seguro
alguna vieja tacaña del pueblo —pensó Asdrúbal—; está
enterrando lo suyo para no compartir.
—No escogió un buen día para enterrar sus tesoros,
encomiéndese a Dios, vieja agarrada —dijo con voz de odio.
La viejita de la carguita de leña
Doña Virginia era una mujer muy tacaña; cada cinco que
recogía en su venta de leña a domicilio se lo dejaba para ella sola,
y no era que lo gastaba en cintas de pelo, en espejos o en dulces,
no; los guardaba en un baúl lacrado con incrustaciones de rubí, un
rubí de fantasía, pero que le recordaba que cada moneda debía ser
guardada.
Ella creía firmemente en la vida después de la vida, sabía que allá
iba a necesitar dinero, y para eso estaba su “guaca”, para sus
necesidades en la otra vida, para eso ahorraba y ahorraba. Hasta
que un día, sólo ella entendió por qué, se le metió entre ceja y ceja
que le llegaba su hora, y sin detenerse a pensar si era un simple
retortijón o un llamado de ultratumba, decidió no arriesgarse y se
fue directo a enterrar su tesoro. Le dolía demasiado el estómago y
su cofre le pesaba tanto que no se detuvo a vigilar si alguien más la
observaba. Tenía que cumplir con su cometido antes de que le