Page 20 - Aquelarre
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Todo esto lo recordó Rulo aquel día en que se hablaba de

investigar si las ánimas querían decir algo; estos terribles
acontecimientos habían pasado muchos años atrás y ya nadie

recordaba a Virginia y Asdrúbal. Hermelinda se casó con un
ingeniero de San José y se fue a vivir a San Carlos. Había logrado

bloquear lo sucedido esa noche del tremendo aguacero y solamente
los sueños le recordaban las carcajadas de esa noche.

Pero Rulo sabía que Virginia siempre quiso llamar la atención

aún después de muerta, le encantaba andar caminando con su
vestido de las “carmelitas” por las calles del cafetal, sin tocar el

suelo, como levitando, con su carguita de leña al hombro, pidiendo
que alguien le hiciera el favor de devolverle la botija; ni se

imaginaban la falta que le hacía en el otro mundo. ¡Cómo se iba a
imaginar eso de que las botijas amarraban las almas a esta tierra,

como castigo por andar de tacañas! Mientras no se encontrara esa
guaca, ella no iba a poder descansar.

Pocas personas la vieron y no lo podían creer; era como ver a
una viejita arrugadita, jorobada por el peso de la leña y de la

muerte al hombro; si no fuera porque sus pies nunca tocaban el

suelo, cualquiera la confundiría con una recolectora de café más.
Ninguno se atrevió a preguntarle qué quería, o en qué le

podían ayudar, y cuando una de las vecinas del cafetal por fin
agarró valor para hablarle, la viejecita se “enchichó” y desapareció.

Permanecía oculta en un palo de guaba y de allí no salía más que el
31 de octubre a refrescarse.

Pasaron años sin que nadie hablase de la “viejita de la carguita

de leña”.
Fue cuando la pequeña Valeria desapareció que empezaron a

desenterrar leyendas olvidadas; Tiuca fue el responsable, entre él
y Tía Macha fueron casa por casa preguntando a las tías y a los

vecinos quién recordaba a tal y cual persona.
Tía Angustias fue la primera valiente en contar la leyenda; ella;

siempre tan risueña, no paraba de reír contando la cara de susto de
Jacinto y Leocadia al correr entre las matas de café un día en que

dizque la vieron. Pero esas sonrisas no eran muy de fiar; tal vez era
mejor preguntarle a Catalina, ella sí que tenía un “susto”
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