Page 19 - Aquelarre
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Abrió despacio la puerta principal, sin chistar, con el corazón

en la garganta, y entró a su casa. Lo primero que vio fue a Asdrúbal

con un cofre lleno de monedas de oro de las que escurría un
extraño líquido rojo. Se acercó y él inmediatamente le dio una

bofetada.
—Ni te imagines que lo compartiré contigo, tonta. Vete, vete,

regresa a la calle, de donde vienes; déjame sólo —decía, con los ojos
aún fuera de sus órbitas.

—¿Qué pasó Asdrúbal? ¿De dónde sacaste esas monedas? ¿Y

qué es eso que le chorrea? ¿Es... es... sangre?
—Sangre —respondió él, temeroso, sin soltar el pañuelo con el

que limpiaba incesantemente las monedas—; sangre, ¡maldita
sangre!

—¿Qué hiciste, desgraciado? —gritó Hermelinda—. ¿A quién
mataste?

—Yo no maté a nadie, fue un rayo, un rayo la desapareció y yo
desenterré su botija por ahí, por ahí —decía Asdrúbal, totalmente

fuera de sus cabales y señalando el lote donde ocurrió la tragedia—
. Y si sigues con la preguntadera, te mando a preguntarle a esa vieja

qué fue lo que pasó, ¡al infierno, que es donde se encuentra esa

tacaña de mierda! —gritó enfurecido, y a punto de pegarle
nuevamente a Hermelinda.

Ella se volvió y por instinto de supervivencia o con ayuda de
una mano invisible, tomó un cuchillo y se lo ensartó en el pecho.

La sangre de las monedas continuaba saliendo y junto con ellas se
revolvió la sangre de Asdrúbal, que yacía en el piso con los ojos

abiertos al cielorraso de la venganza.

Hermelinda aprovechó que estaba terminando el aguacero
para tomar un escapulario en una mano y en la otra una pala; y fue

a buscar el hueco de donde se había desenterrado la botija. Ahí
yacería Asdrúbal, junto a las monedas malditas que hasta estar

bajo tierra no pararon de sudar sangre.
Mientras lo enterraba, se escuchaba unas carcajadas,

entremezcladas con el viento; parecía un fantasma a punto de
morir de risa y desconsuelo.


El duende Rulo
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