Page 14 - Aquelarre
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mirada de todos aquellos “humanos” inocentes que gritaban,
corrían, sufrían y lloraban, con la angustia atravesada en el pecho.
—Uno, dos, tres, corre, escóndete...
—Cuatro, cinco, seis, ven aquí, bajo mi sombrero, nadie te
verá...
Era un duende de jardín, pequeñito, de no más de treinta
centímetros de altura, de apariencia grotesca, con una sonrisa casi
del tamaño de su cara y dos ojitos negros achinados y chispeantes.
Esa mañana se había levantado con ganas de respirar el aire
fresco, por lo que bajó de la rama del árbol de zapote en el que
habitaba desde hacía años, se desperezó, dio una ojeada a su
alrededor y con repugnancia congeló su mirada hacia el lado norte
del jardín, porque en ese momento había una enorme quema.
—No puede ser, que en este día tan lindo, me hagan esto.
Hasta aquí llegaron los ejercicios de respiración que pensaba
hacer. Humanos, humanos... ¿qué haremos con ellos? Pero esto no
se queda así. Algo haré...
Bajó del árbol, se colocó su gorrito largo y verde, se alisó su
chaleco, peinó su barba y de un brinco se puso en cuclillas para
pensar como vengarse de esos seres repugnantes con los que de vez
en cuando compartía su vida.
No tuvo que hacer mucho esfuerzo, el destino le ayudó en su
revancha. Cuatro pequeños niños entraron en sus linderos con
ansias de jugar y, ¿quién sabe?, tal vez encontrar amigos.
—María Fernanda, cuide a su hermanito; no se vayan muy
largo, jueguen entre esos senderos, allí viven los tres ositos, vayan
a buscarlos, tal vez se encuentren un tesoro —decían sus
cuidadoras, sin imaginarse que los estaban dejando libremente
entrar a la boca del lobo.
Rulo se frotaba sus manos por la ansiedad de saber que por fin
jugaría con uno de esos chiquitines, a los que podía ver a los ojos y
llevárselos por algunos minutos a su mundo en miniatura.
—Ven, ven, niñita, ven... —decía Rulo, susurrando muy cerca
del oído de la más pequeña del grupo—. Jugaremos a lo que nunca
has jugado, seremos invisibles; ven aquí, debajo de mi sombrero;
aquí nunca te encontrarán...
corrían, sufrían y lloraban, con la angustia atravesada en el pecho.
—Uno, dos, tres, corre, escóndete...
—Cuatro, cinco, seis, ven aquí, bajo mi sombrero, nadie te
verá...
Era un duende de jardín, pequeñito, de no más de treinta
centímetros de altura, de apariencia grotesca, con una sonrisa casi
del tamaño de su cara y dos ojitos negros achinados y chispeantes.
Esa mañana se había levantado con ganas de respirar el aire
fresco, por lo que bajó de la rama del árbol de zapote en el que
habitaba desde hacía años, se desperezó, dio una ojeada a su
alrededor y con repugnancia congeló su mirada hacia el lado norte
del jardín, porque en ese momento había una enorme quema.
—No puede ser, que en este día tan lindo, me hagan esto.
Hasta aquí llegaron los ejercicios de respiración que pensaba
hacer. Humanos, humanos... ¿qué haremos con ellos? Pero esto no
se queda así. Algo haré...
Bajó del árbol, se colocó su gorrito largo y verde, se alisó su
chaleco, peinó su barba y de un brinco se puso en cuclillas para
pensar como vengarse de esos seres repugnantes con los que de vez
en cuando compartía su vida.
No tuvo que hacer mucho esfuerzo, el destino le ayudó en su
revancha. Cuatro pequeños niños entraron en sus linderos con
ansias de jugar y, ¿quién sabe?, tal vez encontrar amigos.
—María Fernanda, cuide a su hermanito; no se vayan muy
largo, jueguen entre esos senderos, allí viven los tres ositos, vayan
a buscarlos, tal vez se encuentren un tesoro —decían sus
cuidadoras, sin imaginarse que los estaban dejando libremente
entrar a la boca del lobo.
Rulo se frotaba sus manos por la ansiedad de saber que por fin
jugaría con uno de esos chiquitines, a los que podía ver a los ojos y
llevárselos por algunos minutos a su mundo en miniatura.
—Ven, ven, niñita, ven... —decía Rulo, susurrando muy cerca
del oído de la más pequeña del grupo—. Jugaremos a lo que nunca
has jugado, seremos invisibles; ven aquí, debajo de mi sombrero;
aquí nunca te encontrarán...