Page 59 - Aquelarre
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ha renunciado a luchar contra la fatalidad del tiempo, se inicia
un nuevo combate: es preciso que conserve un lugar en la Tierra.”
Tuve que detenerme. Conservar un lugar en una Tierra así, era
lo menos que me apetecía. Ciento once años habían pasado desde
la publicación del libro y no podía sentirme más indignada cuando
constataba que los parámetros de la belleza de la mujer seguían
supeditados a la juventud. Sentía opresión en el corazón cuando
confirmaba que vivía en una época en la que se desafiaba el
progreso y la creatividad, e inexorablemente, las mujeres
continuaban enfrascadas en el anhelo perenne de vivir para gustar
y agradar a otros. De pronto, un sonido sordo me sacó de mis
cavilaciones y tuve la impresión de que el reproductor de discos
compactos había estallado; sin duda llegaba el tiempo de cambiar
de tecnología.
Con horror comprobé que el problema no era ni con Vivaldi ni
con Ravel, quien para ese momento me acompañaba con su Bolero.
Mis ojos se dirigieron a la puerta principal, para constatar que no
era más que hilachas y polvo. Vi como los hombres que ingresaban
por ella se multiplicaban, y tuve la sensación de que mi
apartamento no bastaría para contenerlos. Supongo que el tiempo
se detuvo por un instante porque volví a tener conciencia de mí
cuando me percaté de que un hombre de negro me tomaba por la
cintura con su mano derecha mientras me tapaba la boca
lastimándome con los dedos gruesos de su mano izquierda. En un
instante, había perdido contacto con la superficie, pues otro me
sostuvo los pies y entre ambos me levantaron. Inmediatamente,
temí respirar el aire del que ellos se protegían con máscaras que
cubrían casi todo su rostro. Sentí las separaciones de las tres plazas
del sillón de madera contra mi espalda y, no con poco esfuerzo, me
incorporé para que mis pies volvieran a tocar el suelo; sin embargo,
ya me habían transportado a otra dimensión.
Uno de ellos cerró las cortinas para dejarme a solas con un sin
fin de hombrecillos uniformados y atiborrados con parafernalia
que yo solo había visto en las noticias. El que parecía ser el jefe,
pues era el que hablaba, me informó:
─Somos oficiales de la policía antimotines y no debe moverse.
un nuevo combate: es preciso que conserve un lugar en la Tierra.”
Tuve que detenerme. Conservar un lugar en una Tierra así, era
lo menos que me apetecía. Ciento once años habían pasado desde
la publicación del libro y no podía sentirme más indignada cuando
constataba que los parámetros de la belleza de la mujer seguían
supeditados a la juventud. Sentía opresión en el corazón cuando
confirmaba que vivía en una época en la que se desafiaba el
progreso y la creatividad, e inexorablemente, las mujeres
continuaban enfrascadas en el anhelo perenne de vivir para gustar
y agradar a otros. De pronto, un sonido sordo me sacó de mis
cavilaciones y tuve la impresión de que el reproductor de discos
compactos había estallado; sin duda llegaba el tiempo de cambiar
de tecnología.
Con horror comprobé que el problema no era ni con Vivaldi ni
con Ravel, quien para ese momento me acompañaba con su Bolero.
Mis ojos se dirigieron a la puerta principal, para constatar que no
era más que hilachas y polvo. Vi como los hombres que ingresaban
por ella se multiplicaban, y tuve la sensación de que mi
apartamento no bastaría para contenerlos. Supongo que el tiempo
se detuvo por un instante porque volví a tener conciencia de mí
cuando me percaté de que un hombre de negro me tomaba por la
cintura con su mano derecha mientras me tapaba la boca
lastimándome con los dedos gruesos de su mano izquierda. En un
instante, había perdido contacto con la superficie, pues otro me
sostuvo los pies y entre ambos me levantaron. Inmediatamente,
temí respirar el aire del que ellos se protegían con máscaras que
cubrían casi todo su rostro. Sentí las separaciones de las tres plazas
del sillón de madera contra mi espalda y, no con poco esfuerzo, me
incorporé para que mis pies volvieran a tocar el suelo; sin embargo,
ya me habían transportado a otra dimensión.
Uno de ellos cerró las cortinas para dejarme a solas con un sin
fin de hombrecillos uniformados y atiborrados con parafernalia
que yo solo había visto en las noticias. El que parecía ser el jefe,
pues era el que hablaba, me informó:
─Somos oficiales de la policía antimotines y no debe moverse.