Page 60 - Aquelarre
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─¿No les da vergüenza? –les pregunté indignada─. Son un
millón de policías y se presentan a mi casa con la dirección
equivocada, me rompen la puerta y, como si fuera poco, además,
me matan del susto.
─Señora, primero que todo, déjeme informarle que no somos
un millón. Segundo, es imposible que nos hayamos equivocado.
Tercero, usted no está muerta todavía.
Al oír esas palabras, me di cuenta de lo joven y soberbio que
podía ser. Y luego me percaté de que no tenía idea del lenguaje
figurado. Para mí sí eran un millón y solo yo sabía lo asustada que
estaba.
─Somos setenta y usted debe ser Helena –me dijo impávido.
Por mi mente cruzaron todas las razones por las que alguna
vez un policía podría haber querido algo de mí, y las descarté todas
al momento: desde hacía mucho no guardaba drogas ilegales,
había aprendido a respetar los derechos de autor y ya no
fotografiaba, a escondidas, libros impresos ni reproducía
ilegalmente canciones ni películas; ya ni siquiera los descargaba de
sitios ciberespaciales clandestinos.
Yo había mantenido el temple y pretendía mantenerlo
indefinidamente para desconcertar al enemigo. Me preguntaba si
tendrían una orden del juez para entrar a mi apartamento. Luego
dejé de pensar en ello porque desde que dejó de ser un problema
que las autoridades violaran los derechos individuales de las
personas y se tachara de vagos y revoltosos a los que denunciaban
tales atropellos, la policía solo necesitaba invocar a modo de Jihad
la defensa de una supuesta seguridad ciudadana para, de una
manera más frecuente, poner en peligro lo que tan acérrimamente
pretendían proteger.
─Se le acusa de irrespetar los derechos humanos y el bienestar
físico y mental de la ciudadanía debido a las declaraciones que,
como disidente de la política alimentaria del país, ha dado a la
prensa internacional.
*
millón de policías y se presentan a mi casa con la dirección
equivocada, me rompen la puerta y, como si fuera poco, además,
me matan del susto.
─Señora, primero que todo, déjeme informarle que no somos
un millón. Segundo, es imposible que nos hayamos equivocado.
Tercero, usted no está muerta todavía.
Al oír esas palabras, me di cuenta de lo joven y soberbio que
podía ser. Y luego me percaté de que no tenía idea del lenguaje
figurado. Para mí sí eran un millón y solo yo sabía lo asustada que
estaba.
─Somos setenta y usted debe ser Helena –me dijo impávido.
Por mi mente cruzaron todas las razones por las que alguna
vez un policía podría haber querido algo de mí, y las descarté todas
al momento: desde hacía mucho no guardaba drogas ilegales,
había aprendido a respetar los derechos de autor y ya no
fotografiaba, a escondidas, libros impresos ni reproducía
ilegalmente canciones ni películas; ya ni siquiera los descargaba de
sitios ciberespaciales clandestinos.
Yo había mantenido el temple y pretendía mantenerlo
indefinidamente para desconcertar al enemigo. Me preguntaba si
tendrían una orden del juez para entrar a mi apartamento. Luego
dejé de pensar en ello porque desde que dejó de ser un problema
que las autoridades violaran los derechos individuales de las
personas y se tachara de vagos y revoltosos a los que denunciaban
tales atropellos, la policía solo necesitaba invocar a modo de Jihad
la defensa de una supuesta seguridad ciudadana para, de una
manera más frecuente, poner en peligro lo que tan acérrimamente
pretendían proteger.
─Se le acusa de irrespetar los derechos humanos y el bienestar
físico y mental de la ciudadanía debido a las declaraciones que,
como disidente de la política alimentaria del país, ha dado a la
prensa internacional.
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