Page 74 - Aquelarre
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ese límite existente entre este mundo y el de los sueños y las
pesadillas; ahogo, pánico, miedo; hasta cuando cerraba los ojos
veía rostros sin forma, sombras que se movían como horrendas
marionetas, danzando bajo el poder de un hechizo diabólico.
Mis compañeros de trabajo ya me decían “La loca”, lo cual era
mucho peor que el epíteto de “La aburrida” de la época del colegio,
y ambos títulos me caracterizaron por completo en cada época de
mi vida. Ahora que mi estado de ánimo se estaba exteriorizando,
la piel se me volvió cetrina, surgieron bolsas profundas bajo mis
ojos, el hueso de la mandíbula se me había hecho más
pronunciado, como el de un muerto viviente, se diría. Eso es lo que
obtienes por no conciliar el sueño durante incontables noches
seguidas.
Y cuando el miedo me dominó por completo, dejé de asistir a
fiestas y visitar a mis amistades; apenas salía de trabajar, corría a
mi apartamento, al cual le había cegado todas las ventanas con
pesadas cortinas, para que en ellas no se reflejara nada, ni siquiera
mi propia imagen, a la cual llegué a temer, y encendía todas las
luces posibles para que la noche quedara fuera de mis puertas.
Semanas pasaron de lo mismo, y constantes arranques de
pánico en la oficina obligaron a mi jefe a prescindir de mis
servicios; un duro golpe, aunque no lo culpo; él no podía ver lo que
yo veía y que deseaba no ver. Me recomendó internarme en un
sanatorio, al menos hasta que pasaran los síntomas de la
“enfermedad” que yo padecía según el diagnóstico del psicólogo de
la empresa, otro inepto profesional que no sabía de lo que hablaba.
Finalmente, ya de pie en la mugrienta sala de mi apartamento,
el cual llevaba un par de semanas sin limpiar ni ordenar, sostenía
ese largo cuchillo de cocina en la mano derecha, regalo de mis
padres al irme de casa. Se suponía que uno de mis hermanos
llegaría esa noche para llevarme a un internado, pero yo de
antemano supe que no valdría para nada; lo que me pasaba no era
otra cosa que mi propia locura, un asalto demente de algo que no
comprendía.
Sonreí con ironía; si mis pensamientos eran correctos, ¿cómo
era posible que hubieran tantos como yo, o peores, y que tuvieran
el descaro de seguir con vida? No había una respuesta, y en
pesadillas; ahogo, pánico, miedo; hasta cuando cerraba los ojos
veía rostros sin forma, sombras que se movían como horrendas
marionetas, danzando bajo el poder de un hechizo diabólico.
Mis compañeros de trabajo ya me decían “La loca”, lo cual era
mucho peor que el epíteto de “La aburrida” de la época del colegio,
y ambos títulos me caracterizaron por completo en cada época de
mi vida. Ahora que mi estado de ánimo se estaba exteriorizando,
la piel se me volvió cetrina, surgieron bolsas profundas bajo mis
ojos, el hueso de la mandíbula se me había hecho más
pronunciado, como el de un muerto viviente, se diría. Eso es lo que
obtienes por no conciliar el sueño durante incontables noches
seguidas.
Y cuando el miedo me dominó por completo, dejé de asistir a
fiestas y visitar a mis amistades; apenas salía de trabajar, corría a
mi apartamento, al cual le había cegado todas las ventanas con
pesadas cortinas, para que en ellas no se reflejara nada, ni siquiera
mi propia imagen, a la cual llegué a temer, y encendía todas las
luces posibles para que la noche quedara fuera de mis puertas.
Semanas pasaron de lo mismo, y constantes arranques de
pánico en la oficina obligaron a mi jefe a prescindir de mis
servicios; un duro golpe, aunque no lo culpo; él no podía ver lo que
yo veía y que deseaba no ver. Me recomendó internarme en un
sanatorio, al menos hasta que pasaran los síntomas de la
“enfermedad” que yo padecía según el diagnóstico del psicólogo de
la empresa, otro inepto profesional que no sabía de lo que hablaba.
Finalmente, ya de pie en la mugrienta sala de mi apartamento,
el cual llevaba un par de semanas sin limpiar ni ordenar, sostenía
ese largo cuchillo de cocina en la mano derecha, regalo de mis
padres al irme de casa. Se suponía que uno de mis hermanos
llegaría esa noche para llevarme a un internado, pero yo de
antemano supe que no valdría para nada; lo que me pasaba no era
otra cosa que mi propia locura, un asalto demente de algo que no
comprendía.
Sonreí con ironía; si mis pensamientos eran correctos, ¿cómo
era posible que hubieran tantos como yo, o peores, y que tuvieran
el descaro de seguir con vida? No había una respuesta, y en