Page 61 - Puntas de Iceberg
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—¿Tu tío el loco? Ya veo porqué quedó así. Pero Alex… no me digas
que vamos a asustar a Ernest con esto.
—A mí me parece una idea estupenda— dijo Albert.
—¡Pobrecillo, ya me dio lástima!
De pronto, la luz del vestidor se apagó. El terror a la oscuridad casi
absoluta del corredor impulsó a Ernest a una carrera frenética hacia
la puerta. Fue una carrera instintiva, sin gritos porque su boca se
cerró tan fuerte que sus dientes comenzaron a doler. Todo su ser
buscaba luz; la luz tenue de luna que rodeaba al portón de metal: la
salida. Pero, en ese portón había algo que no estaba antes; algo que
incrementó el horror de Ernest: un candado colgaba cerrando su
escape. Su cuerpo se semiparalizó. Lentamente volvió su mirada a la
oscuridad tenebrosa, era lo lógico, algo tenía que venir tras él, algo
en esa oscuridad. Temblaba. Casi no podía respirar, el miedo
comenzó a llegar a su nivel máximo, llamado terror. Su cerebro
seguía tratando de racionalizar. Parecía un sueño; pensaba en la
activación de la amígdala, en la liberación de vasopresina, en la
posibilidad de calmar esta parálisis heredada de sus prehistóricos
antepasados ante las amenazas; pero llega un punto en el que el
cerebro deja ya de pensar. En las películas, el mal ataca primero a
los personajes perversos. ¿Sería él el joven malo que debe ser
castigado? Vencido por el horror, se hincó y rezó, pidiendo amparo
de un ser supremo y perdón por sus malos pensamientos.
El silencio comenzó a sentirse. ¿Será que no había monstruo
después de todo? Pero no. Pasos descalzos comenzaron a dejar un
eco, pasos lentos, horribles, pasos de algo que disfruta ver a su
víctima hincada ante una puerta cerrada, pasos que se aproximaron
hasta hacer ver, en la luz tenue de la luna, una cara espantosa de un
ser infernal... Ernest llegó al clímax del terror, su pantalón comenzó
a empaparse de orines cálidos y su garganta emitió un gemido débil;
un intento de grito que el mismo terror no dejó salir. Y luego la risa.
Alex se quitó la máscara. Chock comenzó a soltar el candado.
que vamos a asustar a Ernest con esto.
—A mí me parece una idea estupenda— dijo Albert.
—¡Pobrecillo, ya me dio lástima!
De pronto, la luz del vestidor se apagó. El terror a la oscuridad casi
absoluta del corredor impulsó a Ernest a una carrera frenética hacia
la puerta. Fue una carrera instintiva, sin gritos porque su boca se
cerró tan fuerte que sus dientes comenzaron a doler. Todo su ser
buscaba luz; la luz tenue de luna que rodeaba al portón de metal: la
salida. Pero, en ese portón había algo que no estaba antes; algo que
incrementó el horror de Ernest: un candado colgaba cerrando su
escape. Su cuerpo se semiparalizó. Lentamente volvió su mirada a la
oscuridad tenebrosa, era lo lógico, algo tenía que venir tras él, algo
en esa oscuridad. Temblaba. Casi no podía respirar, el miedo
comenzó a llegar a su nivel máximo, llamado terror. Su cerebro
seguía tratando de racionalizar. Parecía un sueño; pensaba en la
activación de la amígdala, en la liberación de vasopresina, en la
posibilidad de calmar esta parálisis heredada de sus prehistóricos
antepasados ante las amenazas; pero llega un punto en el que el
cerebro deja ya de pensar. En las películas, el mal ataca primero a
los personajes perversos. ¿Sería él el joven malo que debe ser
castigado? Vencido por el horror, se hincó y rezó, pidiendo amparo
de un ser supremo y perdón por sus malos pensamientos.
El silencio comenzó a sentirse. ¿Será que no había monstruo
después de todo? Pero no. Pasos descalzos comenzaron a dejar un
eco, pasos lentos, horribles, pasos de algo que disfruta ver a su
víctima hincada ante una puerta cerrada, pasos que se aproximaron
hasta hacer ver, en la luz tenue de la luna, una cara espantosa de un
ser infernal... Ernest llegó al clímax del terror, su pantalón comenzó
a empaparse de orines cálidos y su garganta emitió un gemido débil;
un intento de grito que el mismo terror no dejó salir. Y luego la risa.
Alex se quitó la máscara. Chock comenzó a soltar el candado.