Page 81 - Telaranas
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por la angustia, avanzó presurosa hacia la
confirmación de sus temores…
A pesar de que los hijos de Rebeca recordaban la
predicción que cuarenta y cuatro años atrás les hiciera
ella, respecto a que la próxima vez que se extinguiese
su llama ya no volvería a encenderse, decidieron
mantener el cuerpo insepulto por tiempo indefinido.
Se aferraban al temor y la esperanza de que la vida aún
quisiera seguir coqueteando con aquella semilla
marchita; mas al cabo de tres días de inútil
expectación, desistieron en sus propósitos.
No hubo quién no se complaciera en la certeza de
que la ecuanimidad de la muerte, al menos en aquella
ocasión, conseguiría desvanecer incertidumbres y
dispensar la honrada paz que tantas veces se esconde
entre las quimeras del alma.
Sin embargo, mientras la multitud abandonaba el
cementerio, golpes imperiosos y clamores semejantes
a gritos arremetían contra la puerta de un ataúd;
gritos extenuados, secos y sedientos de la vitalidad de
los alaridos de una niña de nueve años; aunque quizá
el ímpetu de la niña tampoco hubiese sido capaz de
traspasar el insufrible silencio y la sofocante lobreguez
del sepulcro.
confirmación de sus temores…
A pesar de que los hijos de Rebeca recordaban la
predicción que cuarenta y cuatro años atrás les hiciera
ella, respecto a que la próxima vez que se extinguiese
su llama ya no volvería a encenderse, decidieron
mantener el cuerpo insepulto por tiempo indefinido.
Se aferraban al temor y la esperanza de que la vida aún
quisiera seguir coqueteando con aquella semilla
marchita; mas al cabo de tres días de inútil
expectación, desistieron en sus propósitos.
No hubo quién no se complaciera en la certeza de
que la ecuanimidad de la muerte, al menos en aquella
ocasión, conseguiría desvanecer incertidumbres y
dispensar la honrada paz que tantas veces se esconde
entre las quimeras del alma.
Sin embargo, mientras la multitud abandonaba el
cementerio, golpes imperiosos y clamores semejantes
a gritos arremetían contra la puerta de un ataúd;
gritos extenuados, secos y sedientos de la vitalidad de
los alaridos de una niña de nueve años; aunque quizá
el ímpetu de la niña tampoco hubiese sido capaz de
traspasar el insufrible silencio y la sofocante lobreguez
del sepulcro.