Page 140 - Telaranas
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muebles; y allí de pie, alrededor del escritorio, estaban
las tres mujeres; y cuando Tad abrió la puerta y se
volvieron al unísono para mirarlo, él no tuvo la menor
duda.
Era ella.
—Mónica...
La misma mujer, tal como él la recordaba desde
la última vez que la había visto, años atrás; no había
cambiado ni siquiera su peinado, ni su forma de
maquillarse. Ni había cambiado tampoco esa
atracción que Tad apenas lograba explicar, porque no
era una rubia chisporroteante como Goldi; no era
Casey, la Gatita Intrépida, con esos atléticos dos
metros de altura; ni era Betty, La droga, con su
repertorio de muecas de sádico deleite y ese cuerpo
desbordado; ni era otra gemela de Kim y Sofía, con
todas las posibles curvas de una montaña rusa; no
tenía grandes pechos, ni un tallador que los apretujara
uno contra otro; ni caderas rebosantes, ni cintura de
hormiga, y su corsé no cumplía mayor función al
respecto; su cabello era negro, pero no con el brillante
negro de un corcel de pura sangre; simplemente era
negro; su rostro no poseía nada particularmente
llamativo más allá de la leve suavidad de la mujer
latina europea; no tenía pómulos sobresalientes, ni
labios gruesos o con alguna forma rebuscada, ni ojos
grandes o de algún color especial; eran ojos color café,
ni muy grandes, ni muy pequeños, ni muy redondos,
ni muy horizontales; tampoco había alguna
ocurrencia geométrica en la forma o la distribución de
su cara. Y sin embargo, no se le podía mirar sin
percibir ese algo imponente de mujer madura en las
formas de sus hombros, y en la soberbia de su cuello y
su barbilla; o sin exclamar: ¡rayos, esta sí que es una
las tres mujeres; y cuando Tad abrió la puerta y se
volvieron al unísono para mirarlo, él no tuvo la menor
duda.
Era ella.
—Mónica...
La misma mujer, tal como él la recordaba desde
la última vez que la había visto, años atrás; no había
cambiado ni siquiera su peinado, ni su forma de
maquillarse. Ni había cambiado tampoco esa
atracción que Tad apenas lograba explicar, porque no
era una rubia chisporroteante como Goldi; no era
Casey, la Gatita Intrépida, con esos atléticos dos
metros de altura; ni era Betty, La droga, con su
repertorio de muecas de sádico deleite y ese cuerpo
desbordado; ni era otra gemela de Kim y Sofía, con
todas las posibles curvas de una montaña rusa; no
tenía grandes pechos, ni un tallador que los apretujara
uno contra otro; ni caderas rebosantes, ni cintura de
hormiga, y su corsé no cumplía mayor función al
respecto; su cabello era negro, pero no con el brillante
negro de un corcel de pura sangre; simplemente era
negro; su rostro no poseía nada particularmente
llamativo más allá de la leve suavidad de la mujer
latina europea; no tenía pómulos sobresalientes, ni
labios gruesos o con alguna forma rebuscada, ni ojos
grandes o de algún color especial; eran ojos color café,
ni muy grandes, ni muy pequeños, ni muy redondos,
ni muy horizontales; tampoco había alguna
ocurrencia geométrica en la forma o la distribución de
su cara. Y sin embargo, no se le podía mirar sin
percibir ese algo imponente de mujer madura en las
formas de sus hombros, y en la soberbia de su cuello y
su barbilla; o sin exclamar: ¡rayos, esta sí que es una